Suele decirse que leer literatura es una fuente de riqueza, lo cual solo es verdad si después de haber leído, somos, de manera ambigua y sutil, distintos y, quizás, un poco mejores. La lectura nos permite encarnar en seres distintos de los que somos, en épocas que pueden ser remotas o, apenas, imaginadas.
Leer ficciones y poesía nos brinda una compañía que no existe en el reducido ámbito en el que nuestra vida real discurre. Una porción importante, pero en modo alguna excluyente, de esa pasión debe dedicarse a los libros clásicos, que para mí son aquellos que generaciones de lectores, pertenecientes a distintas culturas y épocas, consideran, en virtud de un consenso implícito, fundamentales. Por eso es tan extraño que un libro sea reconocido como clásico aún en vida de su autor. Cien años de soledad gozó de ese privilegio, no así Don Quijote que fue menospreciado por los intelectuales contemporáneos de Cervantes.
Como la categoría de libros clásicos es vasta, y nunca será posible leerlos todos, es preciso leer en función del placer intelectual que un determinado texto nos prodigue. Las lecturas obligatorias del colegio en realidad sirven para ahuyentar a los niños y adolescentes de las buenas lecturas. El único móvil válido para leer un determinado libro, clásico o no, tiene que ser ese gusanillo de curiosidad que sentimos los buenos lectores. Esa pasión puede despertarla un buen maestro, que lo es si insinúa y aconseja, nunca cuando impone. Por último, anoto que la lectura de libros clásicos implica una tarea previa: la de entender, sobre todo cuando se trata de los grandes monumentos literarios del pasado, el contexto en el que se sitúan el autor y su obra.
Les quiero recomendar para estas vacaciones La Odisea de Homero. Tal cual. No se asusten. En realidad, se trata de un gran relato de aventuras que, sin saberlo, ya todos conocemos. Narra las peripecias de Odiseo, luego de concluida la Guerra de Troya –que Homero cuenta en la Iliada–en su afán de regresar a su patria remota y a los brazos de su mujer Penélope. No solo eso, por supuesto. También los esfuerzos de su hijo Telémaco por encontrar noticias de su padre, del que nada sabe desde que se marchó a la guerra hace ya veinte años. E igualmente de las vicisitudes de Odiseo al regresar a Ítaca para recuperar su reino.
Imaginando que he logrado persuadirles, les recomiendo una reciente versión en prosa publicada por Alianza Editorial, que es excelente por la calidad de la traducción y del prólogo. Como el original griego fue escrito en verso, sugiero la versión rimada de Penguin Clásicos. Moverse entre una y otra es deleitable. Y para jóvenes lectores, existe una estupenda edición de Clásicos Ilustrados Marvel.
Vamos a la segunda recomendación. A fines de los años sesenta de la pasada centuria, en la mente del joven estudiante de abogacía que yo era, se daban sentimientos contradictorios. Al igual que a muchos compañeros de mi generación, todos altamente politizados, me parecía claro que era inminente el triunfo de la Unión Soviética en la Guerra Fría; y una revolución consecuencial para derrocar la democracia burguesa e instaurar un modelo socialista. Así las cosas, ¿para qué estudiar Derecho y, en particular, el derecho civil que nos conectaba, a través del Código de Napoleón de 1804, con remotas instituciones medioevales y romanas? ¿No sería mejor, como algunos de mis compañeros de generación lo hicieron, irse al monte para ayudar al advenimiento de la nueva sociedad? ¿O, al menos, tratar de adquirir un barniz de cultura literaria que nos permitiera deslumbrar a la chica de la que estábamos enamorados?
Careciendo de ímpetus revolucionarios, decidí que, en vez de seguir con atención las lecciones de mis profesores, era mejor dedicar las horas de clase a leer buenas novelas, aunque comprometiéndome a estudiar con juicio en la noche las lecciones que había desdeñado en el día.
Solución absurda, como tantas otras que tomamos en la juventud primera, pero algo aprendí de las disciplinas jurídicas y de literatura. En ese entonces llegó a mis manos la primera versión castellana del Doctor Zhivago de Boris Pasternak, un gran fresco de la Rusia del primer cuarto del pasado siglo. Su autor, que no había logrado el permiso para publicarla en su país, la remitió de modo clandestino a Italia. A la publicación en italiano siguieron otras en los principales idiomas de occidente, y la concesión a Pasternak del Nobel de literatura en 1958, según la Academia Sueca “por sus importantes logros en la lírica contemporánea y en el campo de la gran tradición épica Rusia”. A la novela siguió en 1965 una hermosa película cuya protagonista femenina –Julie Christie– a muchos nos deslumbró. Elkin, Carlos, Juan Sebastián, Jaime, Álvaro, Pacho, ¿os acordáis hermanos míos?
Durante décadas Pasternak desapareció de mi mente. Lo encontré de nuevo en un pequeño y maravilloso libro: –Insumisos–de Tzvetan Todorv, el humanista búlgaro-francés fallecido hace poco. Se trata de breves biografías de quienes han tenido, durante la última centuria, el valor de desafiar, con fundamento en una íntima convicción ética, a los detentadores del poder. Nelson Mandela es uno de ellos. Pronto aprendió que la violencia contra los opresores de las mayorías negras en Sudáfrica solo conduciría a un baño de sangre; que tenía que ganar para su causa a las minorías blancas, convenciéndolas, como en efecto sucedió, de que era posible establecer un Estado único para albergar dos naciones. Otro de los héroes citados por Todorov es, precisamente, Pasternak. No porque haya sido un militante político; de hecho, no lo fue y más bien contemporizó con el régimen de Stalin. Pero cuando el régimen soviético, mediante amenazas y halagos, quiso doblegarlo, asumió los elevados riesgos que fueron indispensables para culminar y publicar su novela.
Como consecuencia de esta incitación se me hizo urgente, y no lo he logrado, leer de nuevo el Doctor Zhivago. El tomo verde de pasta dura que la contiene se obstina en permanecer oculto en algún anaquel de mi biblioteca. (Si recibo una edición nueva en estas navidades, ese sería indicio notable de que mi esposa e hijos leen, así sea de cuando en vez, mis columnas).
Basta de clásicos, podría decirme, con razón, alguno de ustedes. Sidi –de Arturo Pérez-Reverte– es una gran novela que narra algunas de las peripecias del Cid Campeador en la España del Siglo XI, una época en la que Iberia estaba dividida entre moros y cristianos. La narración es fluida, el personaje principal bien construido, los diálogos maravillosos, la ambientación histórica óptima y los paisajes deslumbrantes. Gran compañía para avión, montaña y playa.
Tiempos Recios de Vargas Llosa recrea una de las intervenciones de los Estados Unidos en América Latina durante la Guerra Fría para deponer y sustituir gobiernos que, por alguna razón, no le gustaban. Buena novela, aunque carezca del vigor, audacia y carácter innovador que tuvieron otras obras suyas como Conversación en la Catedral o la Casa Verde. Tiene, sin embargo, el encanto que caracteriza a ciertas mujeres que fueron bellas en su juventud y que, de otra manera, siguen siéndolo en sus años otoñales…