Es trivial decir que la protesta social es un derecho de estirpe fundamental. La discusión es otra: si ella constituye la quintaesencia de la democracia. Así es en circunstancias extraordinarias, no cuando se convierte en un fenómeno cotidiano que altera, de manera profunda, la vida en común. En el primer caso, es un fenómeno fisiológico; denota salud y vigor; en el otro, se convierte en morbo y patología. Demuestra que los canales ordinarios de representación política y participación ciudadana han fracasado; y que, ante esa lamentable situación, es comprensible que unos sectores de la sociedad constriñan al Estado, mediante la afectación de los derechos de terceros, para que satisfaga unas aspiraciones que no necesariamente son justas.
Por esta vía, sin embargo, hemos llegado a una situación límite: la grave afectación de los ingresos de quienes quieren trabajar y necesitan circular. Lo diré con todas las letras: los bloqueos generalizados, que paralizan las ciudades, implican violencia moral; no son, como se dice, pacíficas. El Estado debe actuar para impedirlos.
Conviene, además, descender de los cielos de la teoría para anotar que, en realidad, solo gozan del derecho a marchar quienes tienen el sustento del día asegurado. Por eso entre las huestes protestantes no suele haber panaderos, peluqueros ni pequeños comerciantes; y sí, por el contrario, estudiantes, que viven de sus padres, o empleados públicos cuyo salario pagamos todos.
La semana pasada comenté el pliego de peticiones de los sindicatos. Hay que oírlos, aunque es muy discutible su vehemente pretensión de representar los anhelos del pueblo, el cual está integrado por muchos grupos de interés. Esas organizaciones velan por los intereses de sus afiliados que son, en esencia, los de los trabajadores sindicalizados del Estado, quienes gozan de excepcionales privilegios en cuanto a sus regímenes pensionales y de salud.
Otros actores de las protestas sociales han sido los jóvenes, que con tanto entusiasmo participan en las marchas. Al contrario de los motivos que aducen los sindicatos, algunas de las causas por las cuales se movilizan adolecen de falta de concreción, por ejemplo, su rechazo al modelo económico. Más allá de las preocupaciones válidas por la concentración excesiva del ingreso y la riqueza, que se da en el mundo entero, ¿por cuál lo sustituirían?
Lugar central en las frustraciones juveniles es el supuesto incumplimiento del Acuerdo con las Farc para resolver, según la doctrina del pasado gobierno, una guerra de más de cincuenta años de duración. Esta concepción de la historia reciente de Colombia, que sobredimensiona el papel de las antiguas Farc, adolece de debilidad conceptual; lo prueba el recrudecimiento de la violencia en ciertos territorios, ocurrida a pesar de la desmovilización mayoritaria de la antigua guerrilla y del compromiso de sus líderes -hoy congresistas- con la paz. Sin embargo, es comprensible que los jóvenes piensen que el Gobierno quiere salirse por la tangente. Las objeciones presidenciales a una de las leyes de implementación y los conatos para reformar la JEP fueron entendidos como manifestaciones de hostilidad gubernamental. Habiendo quedado atrás esos intentos, es oportuno que el Presidente destaque su compromiso con unos pactos que son ya irreversibles, insista en las tareas que se adelantan en las zonas más vulnerables y en la creación de oportunidades de vida para antiguos guerrilleros.
El persistente asesinato de líderes sociales, que a pesar de los esfuerzos de las autoridades sigue ocurriendo, es entendido por muchos como crasa incompetencia, cuando no complicidad. Hace falta mayor información sobre los resultados de las investigaciones realizadas por la Fiscalía General para mejorar las estrategias preventivas de nuevos crímenes y acusar a los responsables. La muerte de unos adolescentes en un bombardeo agravó esa percepción negativa.
Se cree que el Gobierno dejó hundir en el Congreso las muy populares propuestas contra la corrupción promovidas por Claudia López. No es verdad: se jugó por ellas a pesar de que no eran viables ni adecuadas. El hecho es que, en la actualidad, parece no contar con una agenda vigorosa al respecto. La prohibición de casa por cárcel para los corruptos, por razones que en otra ocasión expuse, va en contravía de los postulados del derecho penal liberal.
Rechazan también el fracking y la fumigación de cultivos de coca. Considero inevitable pagar los costos políticos derivados de persistir en esas acciones, aunque acompañándolas de una intensa pedagogía. Por el contrario, hay que entender la ira que suscitan las medidas para regular la exportación de aletas de tiburón: la muerte de los escualos a los que se mutila la aleta dorsal es de excepcional crueldad.
A muchos estudiantes la saludable recuperación de la economía –que se puede ir al traste si la anormalidad persiste– les tiene sin cuidado, al menos por una razón: la tasa de desempleo juvenil es casi dos veces mayor que la general. Y si han tomado préstamos educativos, que difícilmente podrán pagar en las circunstancias actuales, su desesperanza es todavía peor.
Los debates en torno a las actuaciones policiales deben darse no solo en los foros políticos. Igualmente, en términos abstractos sobre los protocolos de operación. Es lamentable el error cometido por Medicina Legal al calificar la muerte del estudiante Cruz como un homicidio, asunto que es de privativa competencia de los jueces; su obligación era limitarse a revelar la causa de su deceso. Debería corregir.