El Gobierno Nacional no ha entendido que al afectar la correlación de fuerzas frente a las Farc, aleja la posibilidad de una negociación viable. Sus decisiones militares y políticas –antes y durante los diálogos– marcan la diferencia. Llegó a La Habana con el antecedente funesto de haber cortado la maduración del fin del conflicto, que estaba garantizado con la política de Seguridad Democrática. Acorralada como estaba la guerrilla y con un inmenso desprestigio internacional –catalogada como "narco terrorista”–, se vuelve a la errada opción de darle oxígeno. Ahora no desperdicia una sola oportunidad, para escalar en sus pretensiones e inclinar la balanza a su favor.
El paréntesis de la negociación aplazó su derrota. El cambio de estrategia, sumado a la legitimación de las Farc –con la apertura del diálogo– fue determinante para resucitarlas y alimentar sus pretensiones. En el camino el Gobierno se ha encargado de nutrir al moribundo, al generar expectativas en la opinión pública sobre una paz frágil.
De ese empeño hacen parte los foros, la pasada marcha o las declaraciones de los partidos de la mesa de “unidad nacional” que, han contribuido a empeorar la correlación de fuerzas. Una situación que las Farc no han dudado en capitalizar, para elevar sus ambiciones y profundizar la pendiente en el pulso de su contraparte. (Columna: A la brava)
Nadie está midiendo el costo de estas dinámicas. Pero, a futuro, ceder más de lo recomendado o de los parámetros que la opinión pública está dispuesta a aceptar, pueden dar al traste con el proceso. Basta sopesar los recientes pronunciamientos de Jesús Sántrich, que resumen el máximum de las pretensiones de las Farc: “Los tribunales colombianos no tienen la dignidad, el decoro y la competencia, porque este ha sido un Estado criminal. Tiene que haber una política de Estado para resolver el problema de la guerra”. En consecuencia, la Justicia colombiana no puede juzgarlos y más que impunidad, buscan ser declarados inimputables.
En otras palabras, como las Farc han venido elevando sus demandas, ahora pretenden ser “eximidos de responsabilidad penal por no poder comprender la ilicitud de un hecho punible o por actuar conforme a dicha comprensión”, según la definición de inimputable. Por eso no extraña su discurso plagado de epítetos, sobre el “Estado victimario”, los “prisioneros de guerra” para referirse a los secuestrados, autodenominarse como “víctimas” y usar al “pueblo oprimido” para justificar su lucha. Cuando no optan por banalizar el pasado sangriento que desataron, desdeñar a las víctimas y su derecho a la verdad y hasta negar su evidente derrota militar. Todo vale para no pagar un día de cárcel y dar el paso, automático y gratuito, de las armas a las urnas, incluso de quienes ordenaron sistemática y masivamente secuestros, reclutamiento de menores, masacres y atentados.
Hasta ahora sus conquistas incluyen otros trofeos, tanto o más graves, como el control de las Zonas de Reserva Campesina para desmembrar el territorio nacional. Pero quieren más, amparadas en ese cambio en la correlación de fuerzas: buscan diezmar a las fuerzas armadas con una reforma que anule su derecho al fuero militar y disminuya su tamaño y mantienen el inamovible de la Asamblea Constituyente, en donde ellos participarían con el 50% de los miembros. No les sirve el referéndum. (Lea: Gobierno de Santos admite lentitud en los diálogos de paz)
No son conscientes de la desproporción de sus exigencias, que inviabiliza un acuerdo final en La Habana y, además, del rechazo popular que despiertan. Con suerte, esa será la pared con la que chocarán las Farc. Nadie quiere la mezcla siniestra de armas, plata del narcotráfico, votos y criminales haciendo política. Como dice el adagio: la ambición rompe el saco y la guerrilla está haciendo méritos para que, tarde o temprano, el Gobierno escuche la voz de la mayoría que pide a gritos, frenar la arrogancia de sus exigencias y retornar al camino de la Seguridad Democrática.