Estamos metidos en un lío. La Corte Constitucional ha dispuesto que la ley de financiamiento es contraria a la Carta por falta de publicidad adecuada del texto aprobado en la plenaria del Senado antes de que la Cámara pudiera decidir al respecto. No fue una falla trivial. Como tenemos un congreso bicameral, es indispensable tener certeza plena de que una y otra cámara votan el mismo texto. Por eso no sorprende que la ley se cayera.
Lo que sí ha generado estupor es que la corte haya dicho que su decisión solo será efectiva el día primero del año próximo; y que si antes de que este año concluya no se expide una ley nueva (que puede ser idéntica, parecida o distinta) reviven las normas tributarias anteriores. Muy raro, dicen algunos. No hay tal.
La Corte Constitucional, siguiendo el precedente creado por otras cortes del mismo tipo, ha dicho que al decidir sobre la exequibilidad de las leyes puede modular la decisión para establecer, por ejemplo, que la norma legal acusada es armónica con la Carta solo si se la entiende de una determinada manera, o si se le añaden o suprimen unas determinadas palabras. A su vez, en varias ocasiones, ha diferido el retiro de las normas halladas inconstitucionales hasta una fecha futura. En el caso que nos interesa, si hubiere decidido el retiro inmediato de la ley de financiamiento, muchos contribuyentes habrían tenido derecho a devoluciones de impuestos. Una situación catastrófica para las finanzas públicas.
Podría no haber señalado que, en ausencia de reglas que sustituyan las que se van a caer, revive la legislación anterior; así habría sido, inexorablemente. Si una ley sucumbe ante la corte no puede producir efectos, incluida su fallida pretensión de derogar normas que le sean contrarias. Solo porque es relevante para entender el proceso político en el que estamos, añado que, como la ley está herida de muerte, pero no muerta, la corte, entre ahora y el fin del año, tiene competencia para seguir decidiendo sobre las demandas que se encuentran pendientes. Podría, pues, suceder que nuevas sentencias vayan en contra de textos de la agónica ley que se quieren reproducir en la nueva. Los efectos podrían ser traumáticos en un proceso legislativo que requiere claridad y rapidez.
El gobierno ha optado por reciclar la ley desahuciada pidiendo al parlamento que la apruebe sin cambios. Por supuesto, no quiere abrir esa caja de Pandora, para lo cual invoca un argumento válido: si los congresistas ya la respaldaron hace un año, y las circunstancias son, en esencia, las mismas, no deberían meterle mano; no obstante, esa tesis va contra un instinto profundo de quienes juegan en la arena política: jugar de verdad y no limitarse a un toque-toque insulso mientras el árbitro da el pitazo final.
Se pretende persistir en varios objetivos, entre ellos fomentar la formalidad, incrementar la progresividad del sistema tributario, reducir la evasión y aumentar el recaudo. Son objetivos loables. La puesta en marcha del impuesto simple para pequeñas empresas puede atraer muchas de ellas a la tributación. Como el Estado central pierde un tercio del recaudo potencial, hay que avanzar en la reforma integral de la Dian; las comparaciones internacionales demuestran que dedicamos a la recaudación fiscal la mitad, en promedio, de lo que gastan países similares. Sin duda, el alza de las tarifas marginales para contribuyentes de altos ingresos, la reducción de ingresos deducibles y el impuesto de patrimonio a quienes lo tienen en cifras elevadas, apuntan a la progresividad impositiva en el ámbito de las personas naturales, que es dónde tiene sentido.
Las principales medidas para estimular el crecimiento son, entre otras, la reducción de la tarifa general de renta para las empresas y la deducción del IVA pagado por la adquisición de bienes de capital. El supuesto implícito de esta estrategia es la Ley de Laffer, según la cual, en ocasiones, la disminución de la carga tributaria nominal puede dinamizar el crecimiento y, por esa vía, el recaudo. Existe un conjunto de indicadores de éxito: un crecimiento de la economía proyectado para este año del orden del 3.3%, concordante con elevados flujos de inversión extranjera, adquisición de bienes de capital y un notable aumento en el recaudo. Sobre esta plataforma, el empleo tendría que recuperarse pronto si no se cometen errores tales como aprobar la prima de Uribe o disponer un aumento excesivo del salario mínimo.
Estos logros hay que consolidarlos. De lo contrario nos veríamos en aprietos. Nos lo dijo con antipática franqueza Standard & Poor’s en estos días al ratificar el estatus de la deuda pública colombiana, aunque advirtiendo que, para mantenerlo, supone que la nueva ley financiera es aprobada. A lo cual añadió que podría degradarla en uno o dos años si advierte “signos de acciones menos eficaces y oportunas por parte del Gobierno y el Congreso en afrontar los desafíos fiscales y económicos”. Al que quiera oír, que oiga.
Aunque hay reglas técnicas que deben respetarse, la tributación es, más que cualquiera otro, asunto de índole política; recuérdese que la institución parlamentaria fue creada en Inglaterra en el siglo XIII justamente para acotar la capacidad impositiva del rey. Los directores de algunas bancadas parlamentarias han advertido que no acompañarán la mera ratificación de la ley de financiamiento. Están en su derecho. Hay que pedirles, sin embargo, que actúen con prudencia para evitar que la estantería se nos caiga encima.
Por último, llama la atención que se haya incluido una sobretasa al sector financiero, iniciativa que el Ministro de Hacienda no había respaldado un año atrás. Ese debate hay que darlo. Gravar en mayor medida a los bancos rompe la llamada equidad horizontal entre los entes empresariales y desdeña el papel que cumplen en la movilización del ahorro hacia la inversión. Para afirmar que las utilidades bancarias son elevadas, habría que tener en cuenta la magnitud de sus patrimonios, que son altos.