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“Chuzo pa’ los corruptos”

Por Jorge Humberto Botero - 29 de Octubre 2019

Cómo luchar contra la corrupción resulta popular, proponer medidas populistas es políticamente rentable.

Ha de recordarse ese lema de campaña que con éxito fue usado en varios comicios por un dirigente político. Tan admirable vocación a una causa popular se frustró cuando su autor fue condenado por la comisión de graves delitos. Lástima.

Hemos presenciado también exitosas movilizaciones populares cuyo propósito aparente consistía en moralizar la actividad política que nada tenía que ver con la ética pública. Mucha imaginación se requiere para aceptar que la reducción de los emolumentos parlamentarios o de las posibilidades de reelección son estímulos de pulcritud y transparencia. Esas medidas pueden ser adecuadas si se cree que las remuneraciones de los congresistas son excesivas o que conviene forzar la renovación de los órganos de representación popular. Pero no combaten la corrupción.

Discute el Congreso una propuesta consistente en prohibir que personas condenadas por delitos de corrupción puedan purgar las penas en sus propios domicilios; por ejemplo, por razones humanitarias en caso de una enfermedad terminal. No. Lo que se quiere es que el corrupto, que podría ser un policía que aceptó un modesto soborno, muera tras las rejas; así, en inaudito contraste, goce de ese privilegio el autor de una masacre. Esta sería una regla absurda. Lo que debería importar desde la óptica penitenciaria, son las condiciones del reo, no el tipo de delito por el que fue condenado ni la magnitud de la pena.

Se pretende, pues, elevar el costo nominal de incurrir en esas conductas punibles. Es esta una manifestación más de “populismo punitivo”; la idea de que gravámenes más onerosos reducen la criminalidad. No conozco demostración alguna de esta tesis, que también inspira la propuesta de cadena perpetua a los violadores de niños, que probablemente será aprobada en esta legislatura, a pesar de que la pena actualmente prevista es de ¡cuarenta años! No obstante, en aras de la discusión, aceptemos que es correcta. En tal caso, tendría sentido plantear un incremento generalizado de penas para todos, no solo algunos, de los delitos que el Código Penal consagra.

La corrupción política es abrumadora y no se ha logrado enfrentarla de manera adecuada. La fuga de Aida Merlano no puede impedirnos ver lo esencial: la empresa criminal, de la que hacen parte muy poderosos dirigentes políticos, cuyos integrantes deben ser igualmente procesados; en esa tarea la Fiscalía está avanzando. No basta un chivo expiatorio; se requieren también peces gordos.

Sin embargo, el arsenal normativo de que disponemos es, en otros campos, insuficiente. Recordemos cuán importante sería establecer la lista cerrada para las elecciones de Congreso. Hacerlo implicaría que la competencia para obtener la nominación de los partidos se realizaría mediante la participación en sus asambleas primarias. Esta reforma los fortalecería, como es necesario y urgente que suceda, para ayudarles a superar su lamentable condición de “fábricas de avales”. Necesitamos que los partidos construyan amplias y rigurosas visiones de país para que movilicen al electorado en torno a ellas, no en dadivas de ningún tipo.

Si tuviésemos un expediente legislativo electrónico, sabríamos en tiempo real en qué van los proyectos de ley. Muchos mecanismos de corrupción o mera opacidad hoy disponibles quedarían clausurados ipso facto. Si ese sistema se encontrare vigente, por ejemplo, no se habría caído la ley de financiamiento fiscal, justamente por insuficiencia de información para los propios congresistas.

Las instituciones electorales carecen de credibilidad y capacidad operativa. Los magistrados del Consejo Nacional Electoral son elegidos por los partidos a los que deben vigilar; tenemos al “gato cuidando el queso”. Ese organismo, además, no cuenta con los recursos financieros y logísticos para supervisar los procesos electorales. Las reglas sobre límites de gasto y origen de los fondos son letra muerta.

El problema de financiación de las campañas no se ha resuelto bien en ninguna parte. Es inconveniente que sea enteramente privada para evitar que solo los ricos o sus amigos puedan aspirar a cargos de elección popular. Pero transferir por completo esa responsabilidad al Estado resultaría excesivamente costoso, y estimularía aventuras electorales carentes de respaldo ciudadano. Colombia sigue un sistema mixto que es adecuado. Las prioridades tendrían que ser otras: disminuir drásticamente los costos de las campañas e induciendo el uso prioritario de medios digitales; la adopción del voto electrónico, tantas veces prometida, reduciría costos y aportaría transparencia. El Estado, en vez de entregar dinero a los candidatos, podría financiar los debates; el transporte, en los días de elecciones, debería correr por cuenta suya; convendría prohibir o restringir aún más vallas, pancartas y camisetas.

Tenemos tres instituciones que deben combatir la corrupción: Contraloría, Procuraduría y Fiscalía General. Conviene una reingeniería profunda para evitar duplicaciones y lograr grados mayores de eficiencia. Sabemos que hay una alta correlación entre debilidad institucional y corrupción, problema especialmente complejo en territorios periféricos. Es necesario fortalecer la capacidad del Gobierno central para intervenir las finanzas de entidades cuya capacidad de gestión sea precaria.

Todo lo anterior debería ser parte de una reforma política estructural que el actual Gobierno ya intentó sin resultados positivos. Entiendo que asumirá de nuevo este reto en las sesiones de marzo. Ojalá tenga éxito.