Manuel Otero

Borlaug 80 años después: nuevas amenazas a la seguridad alimentaria

Por Manuel Otero - 12 de Agosto 2024


Manuel Otero, Director General del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA)

Comencemos con un poco de etimología e historia. Cooperación viene de la palabra latina cooperatio, que significa ‘acción y efecto de trabajar juntos’. Eso fue lo que hizo el agrónomo estadounidense Norman E. Borlaug en las décadas de 1940, 1950 y 1960 mediante una alianza entre la Secretaría de Agricultura de México y la Fundación Rockefeller para desarrollar, desde el estado de Sonora y con base en estudios sobre el trigo, variedades con cuatro características: alto rendimiento, resistencia, adaptación y calidad, que permitieron aumentar rápidamente la producción de este cereal clave para alimentar al mundo.

La ciencia y las técnicas desarrolladas por Borlaug en la posguerra no sólo fueron útiles para México. Países como Argentina, China, India, Pakistán, Turquía, Túnez y España adoptaron estos tipos de trigo por su resistencia a las enfermedades de las plantas y su alta calidad industrial.

Este trabajo, extendido posteriormente al maíz y al arroz, sentó las bases para que la producción de alimentos se multiplicara por seis en las últimas décadas, condenando al olvido las teorías de que la expansión de la población a un ritmo superior al de la producción de alimentos llevaría al mundo al borde de la hambruna (Borlaug ganó el Premio Nobel de la Paz en 1970 por haber salvado del hambre a unos 2.000 millones de personas. La población mundial en aquel momento era de unos 3.700 millones de personas).

Con su estela de desigualdades, guerras, distopías y crisis (climáticas, sanitarias, económicas, políticas y sociales), el siglo XXI ha planteado nuevos retos a la seguridad alimentaria mundial. Las grandes aportaciones de Borlaug necesitan ser renovadas.

En ese camino se encuentra el CIMMYT (Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo, nacido de la obra del propio Borlaug, México y la Fundación Rockefeller) que, junto con la Fundación del Premio Mundial de la Alimentación, está organizando diálogos con autoridades agrícolas mundiales para revisar el legado de Borlaug e inspirarse en aquella monumental tarea para afrontar las nuevas amenazas.

Sobre todo, porque existe una relación directa entre desarrollo agrícola, bienestar rural y la paz. Nada causa más daño a los suelos -un recurso clave para la producción de alimentos y para la salud humana, animal, vegetal y del aire- que las guerras, y nada causa más daño a la paz y al tejido social que la falta de alimentos.

Para quienes señalan con el dedo a Bourlag por las externalidades negativas generadas en el ámbito de la sostenibilidad, conviene recordar que el concepto de desarrollo sostenible no cobró relevancia hasta 1987, cuando la Comisión Brundtland definió la importancia de "satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades".

En 2050, la agricultura tendrá que satisfacer las demandas de una población mundial de unos 10.000 millones de personas sin utilizar más recursos naturales -principalmente tierra y agua- que en la actualidad.

Como en los años 40, 50 y 60, es necesario buscar soluciones y garantías para alimentar al mundo en América Latina y el Caribe. Con el 13% de la producción mundial de alimentos y el 22% de las exportaciones globales, la región es el primer exportador neto mundial de productos agrícolas y esta tendencia se consolidará en el futuro.

Posee el 16% de las tierras agrícolas del mundo, el 50% de la biodiversidad mundial, el 23% de los bosques del mundo y el 30% del agua dulce del mundo, lo que convierte a sus recursos naturales, junto con su rendimiento agrícola, en un actor estratégico para la seguridad alimentaria, nutricional, climática y energética del planeta.

Sin embargo, esta posición está siendo desafiada. Los ministros de Agricultura latinoamericanos y sus equipos de trabajo pueden dar crudos testimonios sobre las dificultades que han tenido para lidiar con los mercados de fertilizantes desde que estalló la guerra en Europa del Este.

Puertas adentro, la expansión de la productividad agrícola se deterioró en la segunda década del siglo, con un crecimiento del 1%, la mitad del verificado entre 1991 y 2010, con el agravante de un ritmo aún menor en las zonas tropicales.

Los indicadores de inseguridad alimentaria han crecido desde 2014, y especialmente desde 2020; una parte relevante de los productores de alimentos -los agricultores familiares- son los más vulnerables al cambio climático; y la región invierte casi un tercio del monto en investigación y desarrollo agrícola en comparación con los países de altos ingresos.

América Latina y el Caribe debe reconocer la importancia de la agricultura en las estrategias de desarrollo y avanzar hacia la eco-intensificación, produciendo más con menos tierra y reduciendo las emisiones de gases de efecto invernadero.

También debe dar prioridad a los territorios rurales, incluir a las poblaciones vulnerables y financiar la transformación de los sistemas agroalimentarios, fortaleciendo su vínculo con la ciencia y la innovación. Es hora de más cooperación y de un nuevo Borlaug para el siglo XXI.