(De Revista La Mejor 2009)
Jorge Arturo Díaz Reyes
El toro hiere y el torero hiere.
La sangre así de entre ambos desunida
es surtidor que entre la arena muere...
Y por espada y cuernos desatados
toro y torero caen de la vida
y mueren en la tarde sepultados...
(Hernando García Mejía)
Siempre nos ha quedado difícil a los aficionados justificar, que la inminencia del riesgo, la sangre, la presencia de la muerte, son la esencia de la Fiesta y su fundamento moral.
Parece cruel aceptarlo, pero no. Toda crueldad, todo abuso de la indefensión, toda complacencia con el sufrimiento ajeno, son contrarios al toreo. El toro bravo es hoy el único animal que el hombre no mata a mansalva.
La lidia, y su razón de ser; la suerte suprema, ejecutadas ambas de manera honorable, con un toro íntegro al que se da siempre la posibilidad de replicar, herir o hasta matar, constituyen la verdad, el único sustento ético y estético de la corrida. Lo demás, es accesorio. Incluso la belleza no basada en este compromiso de honor se hace, vacía, retórica y perversa.
Cuando el toro no es pleno y no se le torea y se le mata limpiamente, todo se desvirtúa, todo se hace abusivo, cruel, despreciable, y los antitaurinos empiezan a tener la razón.
Algunos intentos de supuesta "humanización" (como si esta, que a decir de García Lorca, es la más culta de las fiestas, no fuese humana), sí son verdaderamente crueles. Por ejemplo: Manipular genéticamente al toro infundiéndole docilidad y acomodando su anatomía. Disminuirlo física o sicológicamente. Trampearle sus astas. Aplaudir el toreo ventajista. No matar al toro cara a cara en el ruedo, para luego asesinarle indefenso en los chiqueros o en la sordidez de los mataderos...
Todo eso sí es crueldad, tan inhumana, como sería obligar a un hombre subdotado, sin facultades, o impedido artificialmente, a una muerte segura frente a un animal que desborda sus posibilidades de sobrevivir.
Pero cuando la confrontación, entre la mayor dimensión, fuerza y fiereza del uno con el talento y el oficio del otro es leal, cuando se torea en jurisdicción, al alcance de los pitones, cumpliendo con ese compromiso fundamental de que: no tengo más defensa que este trapo y si no te mando con él tú me coges.
Cuando así se da la lidia justa que cada toro tiene. Cuando ritualmente se cruzan esos dos destinos; el biológico del toro bravo: luchar por su vida, y el escogido del toreo: hacer del peligro rito y arte.
Cuando en el único momento en que el matador usa su espada, va de frente, cruzándola con los pitones y dándole oportunidad al toro. Entonces, el público, como el coro del teatro griego participa porque se siente, aunque no lo entienda, inmerso en esa realidad abrumadora de que la fiesta de los toros es igual que la vida, una tragedia festiva de la que no se pude salir indemne, pero sí se puede salir con honor.
Sí, La corrida es un ritual duro, ancestral, de honda seriedad, simbolismo y significación, en el que como ningún otro la muerte del toro y las heridas del hombre, incluso mortales nos ponen frente a frente con lo que fuimos y lo que somos en el universo.
Cali, diciembre 2009